UNIVERSIDAD DE JAÉN FACULTAD DE CIENCIAS DE LA SALUD DEPARTAMENTO DE EPIDEMIOLOGÍA TESIS DOCTORAL ADAPTACIÓN Y VALIDACIÓN AL ESPAÑOL DEL CUESTIONARIO AID TO CAPATICY EVALUATION, PARA LA VALORACIÓN DE LA CAPACIDAD DEL PACIENTE EN LA TOMA DE DECISIONES MÉDICAS PRESENTADA POR: SANDRA MORALEDA BARBA DIRIGIDA POR: DR. D. MIGUEL DELGADO RODRÍGUEZ DRA. DÑA. Mª ISABEL BALLESTA RODRÍGUEZ JAÉN, 9 DE JULIO DE 2014 ISBN 978-84-8439-880-6 A mi Familia. AGRADECIMIENTOS Mi especial recuerdo y reconocimiento a todos los pacientes que, de forma desinteresada, participaron en el estudio. También quiero mostrar mi mayor gratitud al Distrito Sanitario de Atención Primaria de Jaén y al Servicio de Otorrinolaringología del Complejo Hospitalario Jaén pertenecientes al Servicio Andaluz de Salud, a la Residencia de Mensajeros de la Paz en Altos de Jontoya, así como a todos los colaboradores en especial a la estadísta Dña. Carmen Rosa Garrido. A la Doctora Doña Mª Isabel Ballesta Rodríguez, por su incansable ayuda. Al Doctor Don Miguel Delgado Rodríguez, por su incondicional apoyo. Al Doctor Pablo Simón Lorda, por lo enriquecedor de su lectura. A mis padres, por su ejemplo de cómo tener una vida plena en lo personal, lo familiar y lo profesional. A mi marido por su apoyo incondicional y por cuidar a mis tres hijos, mientras yo dedicaba mi esfuerzo a este proyecto. Del Hábeas Hippocraticum: “Haz todo esto con calma y orden, ocultando al enfermo, durante tu actuación, la mayoría de las cosas. Dale las órdenes oportunas con amabilidad y dulzura, y distrae su atención; repréndele a veces estricta y severamente, pero otras, anímale con solicitud y habilidad, sin mostrarle nada de lo que va a pasar ni de su estado actual; pues muchos acuden a otros médicos por causa de esa declaración, antes mencionada, del pronóstico sobre su presente y futuro”. … al nacimiento del principio de Autonomía: “el médico debe informar sobre aquello que una persona razonable y prudente querría conocer para tomar una decisión sobre su tratamiento. En este caso la decisión ya es mucho más asunto del enfermo que del médico”. Pablo Simón Lorda: “El modelo de consentimiento informado que he propuesto reiteradamente es el que insiste en que la toma de decisiones es el fruto de una deliberación compartida entre paciente (autonomía) y profesional (beneficencia) dentro de un marco social que define lo dañino (no- maleficencia) y lo injusto (justicia). El paciente debe, por tanto, aceptar que sus deseos privados no pueden ser ilimitados, sino que están constreñidos por un marco social que es público y colectivo, aunque no sea fijo e inmutable”. Mª Isabel Ballesta Rodríguez “La importancia del documento del Consentimiento Informado no sólo radica en la información sino también en la garantía de que hubo una oportunidad de informar”. ÍNDICE I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. Antecedentes i. Referencia histórica del consentimiento informado 1. Origen del consentimiento informado 2. El CI en la clínica ii. Ética del consentimiento informado 1. Teorías éticas en medicina 2. Principios de la ética médica 3. Consecuencias del principio de autonomía 4. El principio de autonomía del paciente en la Práctica médica 5. La capacidad en la teoría del CI 6. Incapacidad del paciente 7. El CI de los incompetentes iii. La valoración de la capacidad 1. Características de la valoración de la capacidad 2. La evaluación de la capacidad en España 3. Antecedentes en la evaluación de la capacidad 4. Las herramientas de evaluación de la capacidad en el contexto clínico 5. El ACE como el mejor instrumento disponible iv. Justificación Objetivos Métodos Resultados Discusión Conclusiones Bibliografía Anexos Anexo 1. Modelo de CI utilizado para participar en este estudio. Anexo 2. Protocolo ACE en su versión inglesa. Anexo 3. Protocolo ACE tras adaptarlo al español. Anexo 4. La hoja de recogida de datos. Anexo 5. Miniexamen cognoscitivo MEC 35 validado por Lobo Anexo 6. Escala de Depresión de Goldberg Anexo 7. Escala Geriátrica de Depresión en el anciano de Yesavage Anexo 8. El cuestionario de Cage Anexo 9. Publicación artículo en revista Atención Primaria 1 2 2 14 22 22 27 35 46 50 55 57 59 59 63 65 75 86 90 93 95 113 165 181 183 195 197 199 207 219 223 227 229 231 233 SIGLAS CI RMP WMA OMS CIOMS ONU AMA LGS MEC ACE LR IC ORL Consentimiento Informado La relación médico - paciente World Medical Association Organización Mundial de la Salud Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas Organización de las Naciones Unidas Asociación Médica Americana Ley General de Sanidad Miniexamen cognoscitivo de Lobo Aid to capacity evaluation Likelihood ratio Intervalo de confianza Servicio de Otorrinolaringología 1 I. Antecedentes 2 i. Referencia histórica del consentimiento informado 1. Origen del consentimiento informado El consentimiento informado (CI) es el modelo de relación entre personas en el marco de procesos de toma de decisiones donde participan profesionales. Se trata de un proceso continuo, dialógico (hablado), comunicativo, deliberativo y prudencial: la explicación a un paciente atento y mentalmente competente, de la naturaleza de su enfermedad, de los efectos de la misma, riesgos y beneficios de los procedimientos diagnósticos y terapéuticos, para solicitar su aprobación a ser sometido a cualquiera de ellos [Espinosa y Muñoz 2011]. El consentimiento libre e informado, consecuencia del respeto al principio de autonomía, es el final de un proceso de información y comunicación entre el médico y el paciente. Es bueno por sus valores intrínsecos, pero también por los extrínsecos, en cuanto de entendimiento tiene entre individuos, dado que no existe en esta forma de relación una visión autoritaria de la vida buena, ni de las metas y resultados finales concretos de la medicina. En el estado actual de la asistencia médica, en la que el médico y el paciente son cada vez más extraños el uno al otro, cobra especial importancia el desarrollo de normas que rijan el consentimiento y que éste abarque lo más específicamente posible todos los aspectos de la exploración o el tratamiento [Engelhardt 1995]. La teoría del CI comienza a desarrollarse a principios del siglo XX, en los EE.UU., alcanzando su verdadera forma entre los años 1960 y 1970. El contexto que le acompaña es una democracia republicana, con movimientos civiles que llegan a cuajar y calan en la sociedad, empezando a desarrollarse nociones como la autonomía individual y conceptos como la igualdad de derechos de la mujer, los derechos de las gentes de color, del consumidor, la revolución sexual, movimientos pacifistas, estudiantiles, etc. En este tiempo, cuando los norteamericanos comenzaron a reclamar a sus médicos que los tuvieran en cuenta como seres autónomos, y éstos hicieron caso omiso de esas peticiones, aquéllos recurrieron a los instrumentos que las sociedades democráticas ponen a su disposición para defender sus derechos: los tribunales de justicia. Por esa razón se observa que la historia del CI tiene un desarrollo fundamentalmente 3 judicial, de donde se deriva la tardanza de los médicos en incorporarle a su comportamiento ético [Simón 2000]. Para algunos autores el término aparece por primera vez como consecuencia de la relación clínica en una sentencia judicial en California, en 1957, en el caso Salgo contra Leland Stanford Jr. University Board Trustees, en el que al practicarle una aortografía traslumbar a un paciente con arteriosclerosis sin su consentimiento éste se quedó con una parálisis permanente. En la sentencia se lee: “…un médico viola su obligación hacia sus pacientes, y es por tanto responsable, si retiene cualquier hecho que se considere necesario para que el paciente realice un consentimiento adecuado al tratamiento que se propone” [Miller et al 2010]. Otras sentencias posteriores ratifican el uso, que se convertirá en el apelativo habitual de este término de CI. Realmente lo que había ocurrido es que se había cambiado el concepto de aprobación por el nuevo de CI, que se basa en el derecho a la autodeterminación que tienen los pacientes, conforme a lo que preconiza el principio de autonomía. De lo que se trata es que el paciente sea capaz de tomar una decisión considerada autónoma después de haber recibido una información adecuada. El actual CI es el fruto de un largo proceso en el que la tradicional relación médico paciente (RMP) de carácter paternalista vertical, va dando paso a una situación de decisiones y responsabilidades compartidas, una relación de horizontalidad en un plano de igualdad, en la que el paciente deja de ser tratado por el médico como un menor de edad y pasa a serlo como un igual. Las ideas liberales de los pueblos democráticos fueron las responsables de comenzar a desprenderse de la RMP basada en la ética médica clásica del paternalismo hipocrático. La sociedad norteamericana, que fue la primera, recurrió a los instrumentos que tenía en su mano: la defensa de los derechos individuales ante la justicia. Así, la sentencia del Juez Cardozo en 1914 en el caso Schloendorff marca un hito como el primero y principal argumento ético- jurídico de lo que luego, con el paso de los años, vendrá a ser el CI [Gracia y Júdez 2004]. 4 Además de esta evolución en la mentalidad de estas democracias de la época moderna, habrá otro suceso que influirá decisivamente en la gestación y desarrollo de lo que hoy se tiene. Es el conocimiento del mundo y de la ciencia, de las atrocidades ocurridas en los campos de concentración nazis, puestas de manifiesto en el proceso de Nuremberg. Este conocimiento dará a luz lo que se conoce como Código de Nuremberg (1947). Por primera vez, como consecuencia de la relación sujeto-investigador, se establece la necesidad del consentimiento libre e informado por parte de los que voluntariamente van a someterse a una investigación médico-científica. Normas éticas sobre experimentación en seres humanos El Código de Nuremberg fue publicado el 20 de agosto de 1947, como producto del juicio de Nuremberg (agosto 1945 a octubre 1946), en el que junto con la jerarquía nazi resultaron condenados varios médicos por gravísimos atropellos a los derechos humanos. Dicho texto tiene el mérito de ser el primer documento que planteó explícitamente la obligación de solicitar el CI, expresión de la autonomía del paciente. Sus recomendaciones son las siguientes: I. Es absolutamente esencial el consentimiento voluntario del sujeto humano. II. El experimento debe ser útil para el bien de la sociedad, irremplazable por otros medios de estudio y de la naturaleza que excluya el azar. III. Basados en los resultados de la experimentación animal y del conocimiento de la historia natural de la enfermedad o de otros problemas en estudio, el experimento debe ser diseñado de tal manera que los resultados esperados justifiquen su desarrollo. IV. El experimento debe ser ejecutado de tal manera que evite todo sufrimiento físico, mental y daño innecesario. V. Ningún experimento debe ser ejecutado cuando existan razones a priori para creer que pueda ocurrir la muerte o un daño grave, excepto, quizás en aquellos experimentos en los cuales los médicos experimentadores sirven como sujetos de investigación. VI. El grado de riesgo a tomar nunca debe exceder el nivel determinado por la importancia humanitaria del problema que pueda ser resuelto por el experimento. 5 VII. Deben hacerse preparaciones cuidadosas y establecer adecuadas condiciones para proteger al sujeto experimental contra cualquier remota posibilidad de daño, incapacidad y muerte. VIII. El experimento debe ser conducido solamente por personas científicamente calificadas. Debe requerirse el más alto grado de destreza y cuidado a través de todas las etapas del experimento, a todos aquellos que ejecutan o colaboran en dicho experimento. IX. Durante el curso del experimento, el sujeto humano debe tener libertad para poner fin al experimento si ha alcanzado el estado físico y mental en el cual parece a él imposible continuarlo. X. Durante el curso del experimento, el científico a cargo de él debe estar preparado para terminarlo en cualquier momento, si él cree que en el ejercicio de su buena fe, habilidad superior y juicio cuidadoso, la continuidad del experimento podría terminar en un daño, incapacidad o muerte del sujeto experimental. [Código de Nuremberg 1947]. A partir de aquí, con los grandes avances tecnológicos y científicos que se producen, por un lado, y los movimientos reivindicativos de los derechos civiles de los ciudadanos, por otro, los médicos y la ciencia, en general, comienzan a darse cuenta de que las cosas han entrado en una dinámica en la que no se puede seguir manteniendo una actitud paternalista frente el enfermo. Así la investigación debe de respetar las diez recomendaciones del Código de Nuremberg y, para la clínica, el consentimiento se empieza a considerarse imprescindible a raíz de la sentencia californiana citada de 1957. Sin embargo, esto no sería exacto, pues en 1931, se había publicado en Alemania uno de los primeros textos que impone la necesidad del CI en la investigación científica. Con el título de “Directivas concernientes a las terapéuticas nuevas y a la experimentación científica en el hombre”, en su artículo 12, prohibía taxativamente la experimentación de nueva terapias sin haber obtenido, previamente, el consentimiento del paciente. También prohibía ésta en menores de dieciocho años y moribundos, dado que ni unos ni otros estaban en condiciones de consentir. Estas directivas no fueron seguidas después por los responsables de la política nazi [Palomares y López 2002]. 6 Sin embargo, y a pesar de lo dicho, no será hasta muchos años después cuando se estudie y desarrolle con detalle. Hoy día, casi todos los códigos éticos de medicina e investigación y las leyes de las naciones desarrolladas establecen la obligatoriedad de la obtención del consentimiento antes de actuar sobre un paciente y existen una serie de protocolos al respecto en todas las instituciones sanitarias y de investigación. Pero no siempre ha sido así. La teoría del CI toma cuerpo y se hace presente en la práctica clínica y en la investigación tras una serie de etapas que se verán más adelante. En el último cuarto del siglo XX ha sufrido una evolución importante. Si al principio la preocupación era exponer al sujeto objeto del tratamiento o de la investigación la información del proceso al que iba a ser sometido, luego será la calidad de la comprensión y el alcance del consentimiento. También evolucionan las posturas sobre la función y la justificación de la necesidad de obtenerlo. De considerarlo un método para disminuir el perjuicio potencial a los sujetos se ha pasado a un concepto menos definido, que es la protección de la elección autónoma y libre del paciente [Beauchamp y Childress 1979]. La sentencia del juez Cardozo, a la que se ha hecho referencia, en el caso Schloendorff contra la Sociedad del Hospital de Nueva York (que fue absuelta por razones procesales o formales al reclamarle por los daños causados por los cirujanos en sus instalaciones) sienta las bases del CI, pues influirá decisivamente sobre la jurisprudencia y la doctrina posterior. El abundante cuerpo jurisprudencial que se formará a raíz de esta resolución marcará la teoría del CI en cuya evolución se pueden distinguir siguiendo a Palomares Bayo [Palomares y López 2002] cuatro grandes etapas:  Hay una primera etapa a la se puede llamar del consentimiento voluntario (1947), determinada por la influencia del conocimiento de los crímenes cometidos por el llamado Instituto de Frankfurt para la Higiene Racial y los de los campos de concentración nazis, a raíz de cuyo conocimiento surge el Código de Nuremberg.  La segunda etapa la marca el caso Salgo ya referido, a finales de los años cincuenta del siglo XX, y se denomina propiamente del CI, pues se entiende que no basta la voluntad del sujeto si éste no ha sido previamente informado de forma adecuada. 7  La tercera etapa, o del consentimiento válido, se basa en el caso Culver, en 1982, en cuya sentencia dice que: “La obtención del CI ser formalmente correcta y además se puede valorar adecuadamente la capacidad del paciente, pero el consentimiento otorgado puede no ser válido porque interfieren en la decisión diversos mecanismos psíquicos de defensa”.  La cuarta y última, conocida como del consentimiento auténtico, se caracteriza porque la decisión se encuentra de acuerdo con el sistema de valores del individuo. Todo esto muestra que la teoría del CI se desarrolla desde la óptica de los jueces siendo posteriormente asentada y refrendada por el cuerpo legislativo. Por ello se han de tener en cuenta dos fases fundamentales: una primera referida a las decisiones judiciales (common law) y la segunda al desarrollo de la doctrina constitucional y estatal (statute law). Por desgracia los sistemas puros no existen en ningún sitio y en los EE.UU. tampoco. De ahí que la common law se entremezcle con la civil law, dando lugar a la Constitución y las leyes procedentes de los cuerpos legislativos, o sea, a la statute law [Simón 2000]. Se puede decir que en los EE.UU. conviven dos formas de derecho: el derecho escrito y el derecho consuetudinario. El primero estaría compuesto por las normas legales y regulaciones creadas por los órganos legislativos y el segundo lo estaría por todos los casos que componen la jurisprudencia y que los tribunales pueden utilizar como base para tomar decisiones y dictar sentencias. El primer caso de decisión judicial sobre lo que casi dos siglos después se llamaría CI no se encuentra en EE.UU., pero sí en un país anglosajón. Ocurrió en Inglaterra y es el caso de Slater contra Baker y Stapleton (1767), en el que el primero demandó a los dos médicos porque al retirar un vendaje de una fractura de una pierna éstos consideraron que había consolidado mal, le rompieron el callo de fractura y le colocaron un aparato ortopédico que habían inventado. Los jueces condenaron a los médicos por lo que más tarde se conocería como mala praxis. Sin embargo, este caso no tuvo mucha influencia en la teoría judicial norteamericana, según Beauchamp [1979]. De hecho, el conjunto de sentencias 8 que se producen a lo largo del siglo XIX, y que llevarán al CI en el siglo XX son muy pocas, siendo casi todas ellas quirúrgicas y con condenas por negligencia o en algún caso por mala praxis. En los albores del siglo XX se producen fallos judiciales que sientan las bases para que el derecho a la decisión sobre lo que la persona, como individuo independiente y libre, quiere que se haga con su cuerpo, penetre en la concepción judicial de las responsabilidades profesionales de los médicos. Son acusaciones de battery, entendido este término como agresión con contacto físico a otra persona sin su consentimiento, sin necesidad de que sea violento o que resulte daño de él. En definitiva, se trata de una violación a la integridad fisica o, más exactamente, a la privacidad o intimidad. Estas sentencias son las que se producen en el caso Mohr contra Williams (1905), en el que se había obtenido consentimiento para operar el oído derecho, pero que durante el transcurso de la intervención el Dr. Williams se dio cuenta de que el que necesitaba cirugía era el izquierdo y le operó. El resultado no fue bueno y Ana Mohr perdió la audición de ese oído. Por último, si se analiza la sentencia del eminente juez del Tribunal de Apelación de Nueva York, Benjamín Cardozo, el día 14 de abril de 1914, sobre la demanda planteada por una paciente que había otorgado su consentimiento para una laparotomía exploratoria y a la que se la extirpa en el curso de ésta un fibroma abdominal, cuando en el consentimiento había hecho constar expresamente que no quería ser operada, podría considerarse que esta sentencia es la piedra angular del principio de autonomía y de la teoría del CI. Además la paciente sufrió una complicación gangrenosa en el brazo izquierdo, en el postoperatorio, que obligó a que se la amputaran varios dedos de la mano. Y es que este caso presenta unas connotaciones especiales. En primer lugar, no se condena al cirujano por violar el CI, sino que lo que plantea es la culpa de la institución en la que éste desarrolla su labor y, en segundo lugar, la sentencia no juzga de forma directa una falta de consentimiento cometida por el cirujano, ni alude al tipo de información necesaria para que un paciente pueda ejercer su derecho a tomar decisiones. Pero la sentencia incluye un párrafo que la hará famosa: “Todo ser humano de edad adulta y juicio sano tiene el derecho a determinar lo que debe hacerse con su propio cuerpo; y un cirujano que realiza 9 una intervención sin el consentimiento de su paciente comete una agresión por la que pueden reclamar legalmente daños”. Las sentencias que se citan, basadas directa o indirectamente en acusaciones por battery, y que iniciarán la conformación de la filosofía del CI, van más allá de su propio valor intrínseco, pues suponen: “Un intento decidido por equilibrar la creciente capacidad de intervención en la vida privada de los ciudadanos que, desde finales del siglo anterior, habían ido adquiriendo los sanitarios gracias a los descubrimiento científicos” [Simón 2000]. En los cuarenta años siguientes a estas sentencias no va a haber ninguna novedad destacable en los procesos judiciales que atañen a la materia que se trata. No obstante, del conjunto de todos ellos se desprende la convicción de que no tiene mucho sentido el derecho al consentimiento si éste no se acompaña del derecho a la información. Los fallos judiciales se preocuparán de la obligación del médico de proporcionar una información veraz, no fraudulenta y de una extensión adecuada ya que si no el derecho a decidir nace viciado, no es válido y el médico puede ser encausado por intervenir sin el consentimiento del paciente. La obligación ineludible del médico a proporcionar una información suficiente y veraz al paciente, para que éste pueda tomar una decisión libre e informada y ejercer el derecho a la autodeterminación, dará lugar al término jurídico CI. Será el juez Schroeder del Tribunal de Apelación de Kansas, en el caso Natanson contra Kline, el primero que fije el estándar de información del médico razonable o estándar de la práctica de la profesión, considerando este estándar como lo que habitualmente hacen los compañeros del médico encausado y lo que hubieran hecho de estar en su lugar. Hace referencia a la cantidad de información, a la calidad de ésta y a la forma de exponerla, considerando que esto para el médico no puede suponer un obstáculo insuperable. En la siguiente década se da un paso más en la evolución y asentamiento definitivo del CI al surgir un nuevo estándar de información, el de “persona razonable”. Las sentencias que se producen en estos años (fundamentalmente la referida al caso de Berkey contra Anderson, en 1969 y la del de Canterbury 10 contra Spence y otros, en 1972) introducirán el nuevo concepto de la “persona razonable” en el que no es el médico el que debe decidir cuanta información hay que proporcionar, sino que es el paciente el que establece la medida. Lo que viene a decir este nuevo estándar es que no vale lo anterior, el del médico razonable, en cuanto que los contenidos de la información que se proporciona son fijados por la práctica profesional de los médicos. Este nuevo orden de la información es fundamental ya que, “de lo que tiene el médico el deber de informar, es de aquello que una persona razonable desearía conocer para poder tomar una decisión informada y que consiste, fundamentalmente, en los riesgos materiales que corre al practicársele una intervención exploratoria o terapéutica” [Fadem et al 1986]. Contribuirá a esta situación la designación de una Comisión Presidencial en 1980 por el Congreso de los EE.UU. para que continuaran los trabajos que dos años antes había adelantado la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos en la Investigación Biomédica. Es lo que se conoce como Informe Belmont [National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research 1979] que deja establecido que la autodeterminación (principio de autonomía) y el bienestar (principio de beneficencia) de la persona son los principios éticos que deben presidir la actuación del médico y de todos aquellos que se dediquen a la atención y la investigación en sujetos humanos. El informe Belmont se consensuó en 1979 con el fin de servir como código, que consta de reglas, algunas generales y otras específicas, para guiar en su trabajo a los investigadores o a los revisores. Asienta sus postulados sobre el respeto a tres principios éticos fundamentales: el respeto a las personas, sustanciado en el CI; el principio de beneficencia que sustentará el análisis del riesgo y beneficio y el principio de justicia que lo hará con la selección de los sujetos. Así mismo analiza los tres elementos básicos del CI: información, comprensión y voluntariedad. Tales reglas son a menudo inadecuadas para cubrir situaciones complejas; a veces se contradicen y frecuentemente son difíciles de interpretar o aplicar. En Europa las cosas fueron desarrollándose más tardíamente. Independientemente del caso citado en la Inglaterra de 1767, que parece que no tuvo ninguna repercusión posterior, y de las “Directivas concernientes a las terapéuticas nuevas y a la experimentación científica en el hombre” de la 11 Alemania de 1931, ya comentado, no va a ser hasta después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, después del Proceso de Nuremberg y el código posterior, cuando los países europeos tomen conciencia de que las cosas no pueden seguir igual y comiencen a modificar sus hábitos profesionales y sus leyes encaminándose hacia el respeto al derecho de autodeterminación del paciente. Se citan como ejemplo, sin ser prolijo, el de la Constitución italiana de 1947 que dice que “Nadie puede ser obligado a un determinado tratamiento sanitario si no es por disposición de la ley. La ley no puede en ningún caso violar los límites impuestos por el respeto a la persona humana”. Unas antes y otras después, las naciones europeas, comienzan a transitar un camino que culmina en la norma supranacional que obliga a todas las que componen la Unión Europea y que se conoce como Convenio de Oviedo, al que se dedicará atención más adelante [Instrumento de ratificación del Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina 1999]. Desde su primer artículo, el Código de Nuremberg afirma la autonomía del sujeto, su libertad y dignidad y, por tanto, será requisito indispensable contar con su consentimiento para poder iniciar cualquier investigación. Ya desde ese primer artículo va más allá cuando establece que la información y la capacidad de decisión son fundamentales para que ese consentimiento sea válido. Estos elementos serán la columna vertebral sobre la que se desarrolle toda la teoría del CI. Este código será la única regulación ética en la investigación durante muchos años. Sin embargo, y a pesar de la aceptación mundial que tuvo, se ha de significar que en general se le vio como una necesaria respuesta a lo ocurrido en la Alemania nazi y, por ende, un tanto exagerado en la imprescindible exigencia del consentimiento. No les parecía a los investigadores que en los países democráticos esas cosas pudieran ocurrir. El tiempo demostraría lo equivocados que estaban. A finales de 1961 la crisis de la talidomida disparó todas las alarmas y sirvió para poner en marcha todo el proceso de la actual ética de la investigación. Estaba claro que el Código de Nuremberg, a pesar de sus exigencias, no era suficiente. Había que desmarcarse de la filosofía que le alimentaba como 12 principio de reacción frente a lo ocurrido en la investigación con sujetos humanos en los campos de concentración. Será la Asociación Médica Mundial (WMA) la encargada de redactar un código internacional alejado de esa filosofía y situado en el centro de la investigación médica contemporánea. Así, en 1964, la XVIII Asamblea de la WMA, aprobó lo que se conoce como Declaración de Helsinki que constituye el punto de partida para la renovación de la reflexión ética de los profesionales y la legislación de los países en materia de investigación. Este nuevo código se estructuró en tres bloques: el primero dedicado a los principios generales, el segundo a la “experimentación en beneficio del paciente” y el tercero a la “experimentación realizada exclusivamente para la adquisición de conocimientos”. Los tres vienen a hacer una cerrada defensa del consentimiento libre e informado. Se considera que es una propuesta de principios éticos para la investigación médica en seres humanos, incluida la investigación del material humano y de información identificables. Esta Declaración fue originariamente adoptada por la 18ª Asamblea Médica Mundial en Helsinki (Finlandia) en junio de 1964, pero debido al enorme desarrollo de la investigación que se produce en los años setenta, la creciente complejidad de ésta y el que las grandes compañías farmacéuticas occidentales comenzaran a llevarla a cabo en los países del tercer mundo, puso de manifiesto que la Declaración de Helsinki era insuficiente para los nuevos retos éticos que se planteaban. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (CIOMS) toman el relevo a la WMA en 1979 en la tarea de desarrollar nuevas orientaciones éticas en materia de investigación. Así van surgiendo enmiendas y mejoras en sucesivas asambleas, que viene a responder a muchas de las cuestiones no comprendidas en la original Declaración de Helsinki de 1964 [Declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial 1964], las cuales se enumeran a continuación: 29ª Asamblea Médica Mundial, Tokio, Japón, octubre 1975. 35ª Asamblea Médica Mundial, Venecia, Italia, octubre 1983. 41ª Asamblea Médica Mundial, Hong Kong, septiembre 1989. 48ª Asamblea General Somerset West, Sudáfrica, octubre 1996. 52ª Asamblea General, Edimburgo, Escocia, octubre 2000. 13 Nota de Clarificación, agregada por la Asamblea General AMM, Washington 2002. Nota de Clarificación, agregada por la Asamblea General AMM, Tokio 2004. 59ª Asamblea General, Seúl, Corea, octubre 2008. 4ª Asamblea General, Fortaleza, Brasil, octubre 2013. En 1966 se aprobaría en la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” que entraría en vigor diez años más tarde y que, en su artículo 7, dice: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. En particular nadie será sometido sin su libre consentimiento a experimentos médicos o científicos”. [Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos 1966] Los nuevos desafíos científicos y éticos de los años ochenta tendrán respuesta por parte del CIOMS en las conocidas como las Guidelines en donde el tema del CI está presente de forma exhaustiva. Vendrá a culminar este trabajo la publicación en 1993 de la International Ethical Guidelines for Biomedical Research Involving Human Subjects, actualizada en 2002 en Ginebra. [International Ethical Guidelines for Biomedical Research Involving Human Subjects 2002]. 14 2. El CI en la clínica Conforme avanza el siglo XX, la medicina, y la ética sobre la que se sustenta su ejercicio, evoluciona tan de prisa que se pasa del paternalismo médico a una nueva situación en la que es el paciente el que elige la opción que considera más oportuna, una vez ha sido informado de su situación médica y las diferentes opciones terapéuticas, riesgos y complicaciones posibles. Hoy día el CI es una obligación legal y además, forma parte de la lex artis, convirtiéndose en un acto clínico más. No obstante, han surgido muchas controversias a su alrededor sobre la calidad y cantidad de información que se proporciona al paciente, la elaboración de consentimientos personalizados, si la información se proporciona sólo al paciente o también a la familia, la necesidad de informar de forma comprensible y las dificultades en el caso de menores de edad y la figura legal del menor maduro. También es un tema complejo la información proporcionada de forma verbal, puesto que existe obligación de demostrar la existencia del CI y eso sólo es posible si éste se hace por escrito [Torres 2001]. El análisis del desarrollo en el tiempo de la aplicación de la teoría del CI en la clínica se hará en dos apartados. El primero en los EE.UU., en cuanto cuna de éste y donde va a evolucionar desde los primeros balbuceos a la mayoría de edad y, en un segundo apartado, se desarrollará de lo ocurrido en España, que al igual que el resto de los países europeos, irá a remolque de los norteamericanos y se aprovechará del recorrido de éstos. 2.1 El CI en la clínica en los EE.UU. Tradicionalmente, el médico se ha visto a sí mismo como un pequeño patriarca que ejerce dominio sobre sus pacientes y exige de éstos obediencia y sumisión (paternalismo). Para Aristóteles, el enfermo es como el niño o el esclavo, un irresponsable, incapaz de moralidad, que no puede ni debe decidir sobre su propia enfermedad. La enfermedad tiene para ellos un carácter inmoral. La actitud del médico con el enfermo es algo religioso. El médico es una especie de sacerdote. Este es el paternalismo médico que ha predominado en la medicina occidental desde el s. V a.C. hasta nuestros días. Este médico hipocrático y galénico se va a secularizar en el transcurso de la modernidad, sin 15 perder su carácter paternalista. Percival [1849] defiende su máxima, en su obra Medical Ethics: ser condescendiente con autoridad. Cree que el paciente puede empeorar si sus decisiones y preferencias individuales son autoritariamente anuladas. Esta doctrina se recoge en 1847 en el Código de la American Medical Association (AMA), y tras él la mayor parte de los códigos nacionales de ética médica. Así el primer código deontológico de los médicos norteamericanos (el de la AMA) bebe en la ética de Percival adoptando, por tanto, esa forma de paternalismo que denominamos “paternalismo juvenil”. Tendrá su repercusión en el consentimiento aplicado a la actuación clínica. Así se ve que éste se solicita sólo en los actos quirúrgicos con la intención de asegurarse la cooperación del paciente en su curación y evitar las demandas por negligencia. Se entendía el CI como parte de los deberes de cuidado del médico para con el paciente y no como un derecho autónomo de este. En la reforma realizada en 1957 se intenta redefinir el papel del médico desde criterios de beneficencia y que no caigan en el paternalismo. En ese mismo año aparece en el caso Salgo, como ya se ha referido, por primera vez el término CI. Las cosas empezaban a cambiar a pesar de la reforma del código y al margen de éste. Las sentencias judiciales, a las que se ha hecho referencia contribuyen a crear en los EE.UU. una inquietud sobre el CI, de forma que se comienza en la década de 1970 a realizar estudios sociológicos sobre el CI y su aplicación en la práctica clínica. Una serie de acontecimientos ocurridos en la década de 1970 influirán en la evolución de la teoría del CI, llevándola definitivamente a un punto de no retorno. En primer lugar, el nacimiento de la Bioética como disciplina y su atención a la relación médico-enfermo, a la información que debe darse a los pacientes y la obtención del CI. Otra de las causas importantes es la aparición de las cartas de derechos de los enfermos que reivindican el derecho del paciente a su autonomía. Como tercer acontecimiento, la publicación del Informe Belmont [National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research 1979], en tanto que es una síntesis de expresión paradigmática de la preocupación por la aplicación práctica del consentimiento libre e informado en la investigación. Si bien se puede considerar los años de la 16 década que comienza en 1970 como la culminación del desarrollo de la teoría del CI, la década que comienza en 1980 va a ser en la que se sustancie este desarrollo teórico en la práctica clínica, reflexionando sobre problemas fundamentales: la capacidad del paciente, los problemas de comprensión de la información y los que plantea su aplicación práctica en la clínica diaria. Tres acontecimientos vendrán a marcar definitivamente este cambio de tendencia. En 1980 la AMA acomete una nueva reforma de su código de deontología, en la que se elimina cualquier resto de paternalismo y se reconoce, explícitamente en su artículo IV, la obligación de los médicos a respetar los derechos de sus pacientes. Un año más tarde, el Consejo de Asuntos Éticos y Judiciales de esta organización dejará meridianamente claro que tal cosa tenía que ver directamente con el CI al elevar el respeto a éste a la categoría de obligación ética profesional ineludible afirmando: “El derecho del paciente a tomar sus propias decisiones sólo puede ser ejercitado eficazmente si posee suficiente información que le capacite para hacer una elección inteligente. El paciente debería tomar sus propias decisiones respecto a su tratamiento. El CI es un comportamiento social básico…” Otras organizaciones médicas americanas siguieron los pasos de la AMA superando los modelos paternalistas que las habían guiado hasta entonces. El Informe Belmont había prestado un excepcional servicio [National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research 1979]. Pero cuando la comisión que lo redactó terminó su cometido, en 1978, quedó patente que su trabajo era insuficiente, pues se ceñía fundamentalmente al mundo de la investigación. Por ello el Congreso crea la President´s Commission for the Study of Ethical Problems in Medicine and Biomedical and Behavioral Research, que orientó su trabajo fundamentalmente a los problemas asistenciales. De los nueve informes que produjo, dos los dedica a la toma de decisiones o, lo que es lo mismo, al CI. Así en 1982 publica uno más genérico, el Informe Making Health Care Decisions [1982], y un año más tarde otro, más específico, dedicado a la retirada o no inicio de las medidas de soporte vital. El primero de ellos significará un hito clave en la historia del CI, en cuanto que exigencia ética de los profesionales de la medicina. Consta de tres volúmenes: 17 el volumen uno dedicado a la reflexión ética sobre el CI en la práctica clínica, sin descuidar los aspectos legales de este; el dos contiene los resultados de una serie de estudios que la comisión había encargado sobre el desarrollo práctico de la toma de decisiones; y el tres atiende a los realizados en aras a esclarecer los fundamentos históricos, éticos y legales sobre el CI. El último de los acontecimientos que van a encauzar definitivamente la trayectoria del CI son el gran número de publicaciones, tanto en las grandes revistas médicas como en la literatura especializada, que sobre éste se producen entre 1984 y 1987. La última década del siglo XX se va a caracterizar por dos cosas esenciales. Por un lado, la discusión de la teoría del CI se desplaza de las formulaciones generales clásicas hacia la teoría de las decisiones de representación en pacientes incapaces y la importante complejidad que entraña su puesta en práctica y, por el otro, la actitud de los profesionales de la medicina ante el CI. Fadem et al [1986] afirman: “Las estructuras políticas, sociales, culturales, legales y profesionales se han modernizado, sacudiéndose el paternalismo clásico y asumiendo los nuevos postulados que propician la participación del paciente en la toma de decisiones. Los profesionales han sido sometidos por motivos legales a la práctica del CI, pero en absoluto han asumido sus postulados éticos, lo que nos lleva a “todo ha cambiado y nada ha cambiado”. A pesar de ello se puede afirmar que una buena parte de los profesionales norteamericanos han comprendido que de lo que se trata es de un nuevo horizonte ético, mucho más participativo, basado en el respeto a la libertad de decidir del otro y actuar en consecuencia. 18 2.2 El CI en la clínica en España En España el cambio del modelo paternalista al nacimiento del principio de autonomía empezó tímidamente a partir de 1970. La bioética es una disciplina que sólo desde hace poco tiempo ha comenzado a ser conocida por los clínicos españoles. A ello contribuye sin duda el que en realidad sea una disciplina muy joven: apenas cuenta con 45 años de existencia. También ha influido en este desconocimiento la peculiar situación política que ha vivido nuestro país hasta hace no muchos años. Precisamente la década de 1970, que es el momento en que se fragua la bioética como disciplina, es también una etapa de profundo cambio en la historia reciente de España. Ello ha contribuido a que sólo a partir de la mitad de la década de 1980 se haya iniciado un lentísimo proceso de incorporación del colectivo sanitario y del social al debate sobre los conflictos éticos de la medicina y la biología modernas [Simón y Barrio 1995]. A continuación se cita textualmente el recorrido cronológico sobre los antecedentes normativos españoles que tenemos, tal y como se resume en el artículo de murciapediatrica.com “La relación médico-paciente a través de la historia” [González-Moro y Prats 2011]: 1) Reglamento General para el Régimen, Gobierno y Servicio de las Instituciones Sanitarias de la Seguridad Social, aprobado por Orden de 7 de julio de 1972. En esta norma se decía que los enfermos tenían derecho a autorizar, bien directamente o a través de sus familiares más allegados, las intervenciones quirúrgicas o actuaciones terapéuticas que implicaran riesgo notorio previsible, así como a ser advertidos de su estado de gravedad (Art. 148). 2) Real Decreto 2082/1978, de 25 de agosto. En su Anexo recoge una serie de garantías para los usuarios de centros hospitalarios y que era una verdadera carta de derechos del paciente. Pero fue declarado nulo por el Tribunal Supremo por defecto de forma (falta del preceptivo dictamen del Consejo de Estado). 19 3) Constitución Española de 1978. El derecho a la autodeterminación tiene su fundamento en la libertad y la dignidad de la persona humana. En la Constitución viene reflejado en los siguientes artículos: Art. 1.- Dice que la libertad constituye un valor superior del ordenamiento jurídico. Art. 9.2.- Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad sea real y efectiva, y se deben eliminar los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud. Art. 10.1.- La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la Ley y los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. Art. 10.2.- Las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades que reconoce la Constitución se interpretarán de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España. Art. 15.- Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Art. 17.- Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Art. 43.- La Ley desarrollará los derechos y deberes de los usuarios de la sanidad. 4) Como antecedente del Artículo 10 de la Ley General de Sanidad (LGS) de 1986, en 1984, y como instrumento básico del Plan de Humanización de los Hospitales del Instituto Nacional de la Salud, se dio a conocer la Carta de los Derechos y Deberes del paciente. En su artículo 4 se recogía lo que después se legisló en el Artículo 10 de la LGS, aunque la Ley 41/2002 lo derogaría. 5) La Ley General de Sanidad (LGS), de 14 de abril de 1986, en sus artículos 9, 10 y 11 describe los derechos y deberes de los usuarios, según el mandato constitucional del artículo 43. La Ley 41/2002 derogó la mayor parte de estos artículos de la LGS y los redactó de acuerdo al Convenio de Oviedo. 20 6) En 1990 el Tribunal Constitucional, con motivo de la sentencia sobre la huelga de hambre de varios miembros del GRAPO internados en la UCI del Hospital Miguel Servet de Zaragoza, afirmó que el artículo 15 de la Constitución Española protege la inviolabilidad física y moral de la persona. Este derecho se encontrará afectado cuando se imponga a una persona asistencia médica en contra de su voluntad que puede venir determinada por los más variados móviles, no sólo por el de morir y, por consiguiente, esa asistencia médica coactiva constituye una limitación que vulnera dicho derecho fundamental, a no ser que tenga justificación constitucional. 7) El 4 de abril de 1997 se firmó en Oviedo el convenio relativo a los derechos humanos y la biomedicina, Convenio de Oviedo. Fue ratificado por el Parlamento español, publicado en el BOE y entró en vigor en nuestro ordenamiento jurídico el 1 de enero de 2000. Parte del principio de que el interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la ciencia. En su artículo 5 clarifica el principio de autonomía: una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento. 8) La última norma y la más importante es la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Completa y actualiza la LGS. Es una ley básica y por tanto aplicable en todo el territorio nacional. Marca unos mínimos a partir de los cuales las comunidades autónomas pueden legislar. En su artículo 2 dice que la dignidad de la persona humana, el respeto a la autonomía de su voluntad y a su intimidad orientarán toda la actividad encaminada a obtener, utilizar, archivar, custodiar y transmitir la información y documentación clínica. También dispone que toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes y usuarios. Reafirma el principio de autonomía al añadir que todo paciente o usuario tiene derecho a decidir libremente, después de recibir la información adecuada entre las opciones clínicas disponibles y que tiene derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados por la ley. Más adelante dispone que todos los que intervienen en la actividad asistencial están obligados a respetar las decisiones adoptadas libre y voluntariamente por 21 el paciente. También da al paciente el derecho de optar entre dos o más alternativas asistenciales, entre varios facultativos o entre centros asistenciales, en los términos y condiciones que establezcan los servicios de salud competentes. Por último, al regular las instrucciones previas, da al paciente el derecho a decidir libremente para los supuestos de que no esté en condiciones de hacerlo. 9) Existen algunas disposiciones legales que modifican el principio de autonomía del paciente en situaciones especiales. Son: a. Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y transplante de órganos. b. Ley 29/1980, de 21 de junio, de autopsias clínicas. c. Real Decreto 2409/1986, de 21 de noviembre, sobre interrupción voluntaria del embarazo. d. Real Decreto 1910/1984, de 26 de septiembre, sobre receta médica. e. Ley 42/1988, de 28 de diciembre, sobre donación y utilización de embriones y fetos humanos o de sus células, tejidos u órganos. f. Ley 35/1989, de 22 de noviembre, sobre reproducción humana asistida. g. Ley 25/1990, de 20 de diciembre, del medicamento (ensayos clínicos). h. Real Decreto 1854/1993, de 22 de octubre, por el que se determinan con carácter general los requisitos técnicos y condiciones mínimas de la hemodonación y bancos de sangre. 22 ii. Ética del CI 1. Teorías éticas en medicina El extraordinario desarrollo tecnológico aplicado a la práctica médica exige una nueva reflexión sobre los valores éticos tradicionales y humanistas de la medicina considerada siempre como el “arte y la ciencia de curar”. La ética es la ciencia que estudia la moral entendida como el conjunto de valores morales o conciencia de una sociedad. La ética trata esa conciencia social en un momento histórico concreto y por tanto es cambiante y flexible. Los problemas éticos, tanto de una sociedad en general como de determinadas profesiones en particular, y de aquellas más vinculadas al hombre, como es el caso de la medicina, han sido objeto de análisis y reflexiones teóricas y regulaciones jurídicas en todas las civilizaciones. Hay que recordar dos de gran transcendencia, como el código de Hammurabi de la civilización Babilónica y el código hipocrático en la cultura griega, que ha permanecido vigente en su esencia hasta la era moderna. En los distintos sistemas morales de la humanidad, la respuesta efectiva y solidaria frente a la vulnerabilidad ajena es un rasgo de carácter universal, aunque pueda ser objeto de distintas fundamentaciones. En esta respuesta responsable a la llamada del otro se fundamenta la ética. La vulnerabilidad del otro se convierte en un límite al propio ejercicio de la libertad personal y exige una práctica de compromiso frente a dicha vulnerabilidad [Ramos 2009]. Es posible defender similares o iguales principios éticos desde teorías diferentes. También puede ocurrir que la explicación ética que se busca para una determinada situación no esté contenida en todas las teorías que se maneja, o que lo esté más en una que en otra. Al final, las listas de las obligaciones primarias son todas muy parecidas, lo que lleva a la conclusión de que todas las teorías tienen sus puntos de convergencia, derivado de que todas utilizan una base de datos inicial común: las normas de la moral común [Beauchamp y Childress 1999]. Por orden cronológico, las teorías éticas de la medicina son cuatro: tres de ellas vienen de antiguo; la ética de la virtud, la deontologista y la consecuencialista, mientras que la cuarta, la principialista, es más moderna. 23 1.1. La ética de la virtud Defiende que hay que aspirar a la excelencia, a la calidad humana, buscar el bien propio y ajeno, seguir ideales nobles y elevados y no ser dominados por el egoísmo, sino por la generosidad altruista. Es la más antigua y tiene como primer y principal exponente a Aristóteles. Hoy esta teoría está muy respaldada por la iglesia católica, nutriéndose fundamentalmente de científicos y teóricos para los cuales las formas reducidas a las ventajas personales del deontologismo se quedan cortas y, a su vez, están abiertamente en contra del consecuencialismo. 1.2. La ética deontologista Entiende la humanidad como fin en sí mismo y no como medio. Se debe actuar únicamente bajo una máxima que se convierte en ley universal. La característica principal de los deontologistas es reconocer que se está en cada situación obligado a actuar de algún modo determinado que es independiente de los resultados que pueda acarrear para el bienestar. Parten del reconocimiento de que hay imperativos morales absolutos, cosas que es obligatorio hacer y conductas que en todo momento y circunstancia son malas y perversas. Su criterio es el del cumplimiento del deber independientemente de las consecuencias. Por otra parte, para los deontologistas, el fin nunca justifica los medios, por lo que hay conductas que por mucho bien que resulte de ellas son intrínsecamente inmorales. Dentro de la gran familia de las teorías deontologistas, la más importante es el kantismo (Kant 1724-1804), que propone la forma concreta, “el imperativo categórico”, que define qué es lo que se debe hacer, independientemente de nuestros deseos, y es una regla universal. 1.3. La ética consecuencialista Es un conjunto de teorías que se acogen bajo un modelo ético que mide la moralidad de los actos por sus consecuencias. Defienden que solo hay un principio básico y válido: la utilidad. Para estas teorías, al contrario de las vistas anteriormente, el fin justifica los medios [Torres 2001]. Luego lo que constituye la verdad moral es el resultado de las acciones, sus consecuencias. Todo vale 24 si es útil, por ello la moralidad de la acción no reside en ella misma, sino en las consecuencias que produce. En definitiva que no fundamenta, como hace el deontologismo, unos deberes morales propiamente dichos sino que todo va a estar en función de los resultados conseguidos. La diferencia entre estos dos últimos grupos de teorías éticas (deontologismo y consecuencialismo), es que en la primera algo es bueno porque debe hacerse, mientras que en la segunda, algo debe hacerse porque es bueno [López 2011]. 1.4. La ética de los principios Actualmente es la más difundida. Está fundamentada en la combinación de las teorías kantiana y utilitarista y aplica unos principios asumibles por la mayoría de los individuos de una sociedad plural. Como la teoría utilitarista, no fundamenta unos principios morales propiamente dichos, toma este argumento de la ética del deber, enunciando los cuatro que son mayoritariamente aceptados [González 2007]. Por otra parte, la corriente ética principialista analiza si son éticos los actos a priori, aplicando los cuatro principios reconocidos como principales (beneficencia, no maleficencia, justicia y autonomía) y a posteriori por el resultado de esos actos. Es la principal corriente bioética que, asentada sobre los principios éticos citados, recurre a ellos para analizar los supuestos médicos y las consecuencias que en cada caso se producirían al ser aplicados. Este es el método que se sigue actualmente para la toma de decisiones en la práctica clínica diaria [Palomares y López 2002]. Esencialmente consiste en que ofrece unos principios y unas reglas desde los que articular un comportamiento moral que sirve para enjuiciar la moralidad de las actitudes ante los problemas que suscita el ejercicio profesional médico. Los principios derivan de la tradición médica y de la moral común. Desde los albores de la medicina se han manejado los principios de beneficencia y no maleficencia, mientras que el de justicia y autonomía se incorporan más tardíamente. Las reglas, a su vez, pueden ser sustantivas (veracidad, confidencialidad, intimidad, fidelidad, etc.) y deben ser formuladas como guías para la acción, de autoridad (quien puede y debe realizar los actos) y procedimentales [Beauchamp y Childress 1979]. Debe ser encuadrada dentro de 25 las éticas normativas, en cuanto que lo que pretende es proponer criterios válidos, desde el punto de vista práctico, para enjuiciar los actos morales. Volcada hacia la ética práctica pretende diseñar herramientas procedimentales que permitan resolver los problemas reales. Entiende que los principios prácticos, desde los que se pueden analizar los actos, no pueden ser reducidos a los contenidos de los códigos de ética profesional o las normas desarrolladas por las naciones, sino que deben ser más generales para que permitan completar y criticar dichos códigos y normas. Esta teoría, que defiende la moralidad común basada en principios, recoge del deontologismo y del consecuencialismo, la idea de que existen una serie de principios que obligan. Estas dos últimas teorías son “monistas”, es decir que reconocen un único principio general absoluto que soporta los actos morales, mientras que el principialismo es “pluralista”, o sea, que reconoce dos o más principios no absolutos que configuran el nivel normativo que luego ha de desarrollarse en reglas. Estos principios no emanan, ni se basan en la razón, ni en la ley natural, sino que son construidos a partir de las creencias morales aceptadas por la sociedad [Simón 2000]. Gracia y Júdez [2004], articulan estos principios en dos grandes niveles jerárquicos: Un primer nivel, al que llaman ética de mínimos, que incluye los principios de no maleficencia y justicia, al que refieren a una dimensión pública, que obliga a todos y puede incluso ser coactiva. Atiende a las situaciones en que puede verse amenazada la integridad física o social de las personas, estableciendo la obligación de sanitarios e instituciones de ofrecer e indicar procedimientos diagnósticos y terapéuticos efectivos a los que el paciente pueda acceder de manera equitativa y justa. En segundo nivel, al que denominan ética de máximos, incluye los principios de beneficencia y autonomía, referida a un ámbito más privado y que regula la cotidianeidad de la relación clínica con el paciente y la familia. Es un espacio que promociona opciones y toma de decisiones concretas desde los valores propios de cada individuo, inequívocamente influido por su entorno cultural, familiar y social. La ética principialista, además de los principios, enuncia una serie de reglas derivadas de estos que los especifican y sirven de guía a los actos de las personas. Se distinguen tres tipos: 26 a. Las reglas sustantivas especifican el contenido de los principios. Entre ellas se encuentran las reglas de veracidad, confidencialidad, privacidad, fidelidad y varias reglas referidas a la distribución y racionamiento de la atención sanitaria, a la omisión de tratamientos, al suicidio asistido y al CI. b. Las reglas de autoridad, que determinan, quien debe tomar las decisiones, quien debe sustituir al paciente incapaz o quien decide la distribución de los recursos. c. Y las reglas que se formulan como normas para la acción o procedimentales, que delimitan la aplicación de las anteriores en los contextos concretos. Para terminar, decir que Beauchamp y Childress [1979] establecen que hay principios y reglas o normas consideradas de prima facie que son “una guía de acción normativa que establece las condiciones de permisividad, obligatoriedad, corrección o incorrección de los actos que entran dentro de su jurisdicción”. Los califican de prima facie porque indican que la obligación del principio o norma que enumeran debe cumplirse siempre, salvo cuando entre en conflicto con otra obligación moral de igual o mayor magnitud. Así, matar o ayudar a morir a una persona que sufre y que quiere acabar con su padecimiento dando fin a su vida puede suponer acabar con su sufrimiento y además respetar su autonomía, pero entra en conflicto con una norma moral de rango superior, el respeto a la vida. Ésta es la diferencia entre obligación prima facie y obligación real. 27 2. Principios de la ética médica Simón [2000] los define como proposiciones normativas, es decir, que delimitan obligaciones moralmente vinculantes. Esas normas no son absolutas, sino relativas, pueden ser ponderadas, jerarquizadas y derogadas en según qué circunstancias, admitiendo la excepcionalidad del deber real en el juicio de un caso particular. Lo mismo ocurre con las reglas. Ambos, principios y reglas derivadas de estos, son normas deontológicas materiales y por tanto son todas relativas, pues cabe esperar que siempre acaezca alguna circunstancia excepcional que justifique su quebrantamiento. Beauchamp y Childress [1979] enunciaron como principios fundamentales de la ética médica cuatro: beneficencia, no maleficencia, justicia y autonomía. No los inventaron ellos, sino que los tomaron prestados. Los dos primeros de la medicina técnica griega y los dos últimos del Informe Belmont [National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research 1979]. La comunidad científica acepta como principales los cuatro principios que se exponen a continuación. 2.1 . Beneficencia Ordena la obligación de hacer el bien por el paciente y, por extensión, a toda la sociedad y a las generaciones futuras en cuanto beneficiarios de los avances médicos [Palomares y López 2002]. Es la ley suprema de la medicina. Es el primero de todos. López [2011] comienza el capítulo primero de su obra diciendo: “Cuando el primer hombre enfermó, hubo otro hombre que intentó curar su enfermedad. Con la disposición interior, con la voluntad de querer aliviar el sufrimiento del que era igual que él, nació la ética. Con el acto nació la medicina”. Aquí se halla la clave de lo que durante más de tres mil quinientos años ha movido el impulso ético de la profesión médica. No se puede olvidar eso. El primer documento en el que queda recogido de una forma expresa es el Juramento de Hipócrates cuando dice: “Aplicaré mis tratamientos para beneficio 28 de los enfermos, según mi capacidad y buen juicio” [Juramento de Hipócrates 2002]. Aunque será el Informe Belmont quien lo enuncie por primera vez como tal principio ético. Por ser positivo y por la grandeza de su mandato es el más hermoso de todos. Coloca el interés del enfermo por encima de cualquier otra cosa, impulsando al médico a la disponibilidad constante para ayudar a los demás a costa, incluso, de cualquier sacrificio, poniendo de manifiesto lo que de altruista tiene la profesión médica [Muñoz 1994]. En la clínica, hasta que se produce la crisis del paradigma ético de la profesión, el médico justifica todas sus acciones desde este principio. Incluso desde él se fija lo que es salud y lo que es enfermedad, estableciendo lo que debe considerarse una necesidad sanitaria, una necesidad de atención a la salud de los otros. El enfermo se limita a aceptar como bueno aquello que el médico establece. Este mismo informe determina que el principio de beneficencia va más allá de lo que se entiende como un acto voluntario de bondad o caridad que sobrepasa la obligación moral de hacer una determinada cosa. Lo entiende como una obligación radical, inexcusable, que debe respetar dos reglas fundamentales: no hacer daño y extremar los posibles beneficios a la vez que minimiza los riesgos. Estas tres aseveraciones que definen el principio de beneficencia regirán la puesta en marcha de la metodología encargada de analizar el riesgo/beneficio de una investigación. Lo que hace el Informe Belmont es incluir los dos principios clásicos de beneficencia y no maleficencia en uno solo. Esto puede valer en la investigación, pero en la práctica clínica no parece que deba ser así, pues mientras el primero va a dar lugar a la ética paternalista, sobre la que se ha basado el ejercicio profesional médico durante siglos, el segundo plantea problemas éticos de hondo calado, como son la eutanasia y la distanasia. Para terminar, indicar que los límites de este principio vienen dados por el principio de justicia. 29 2.2. No maleficencia Este principio señala la obligación de asumir que no se puede hacer mal o dañar al paciente, respetando su integridad física y psíquica. En el ejercicio de la profesión médica hay ocasiones en las que se hace patente la obligación de no hacer daño al paciente, aunque no se esté obligado, o no se pueda, hacerle bien [Palomares y López 2002]. López [2011] escribe que, junto con el de beneficencia, es el más antiguo de los principios que alimentan la ética médica. Desde Galeno, médico griego nacido en el año 130 d.C. al que se atribuye la expresión latina Primun non nocere, lo primero es no hacer daño, hasta la fecha actual el médico ha dado prioridad a no causar mal antes que hacer el bien.. El concepto de no maleficencia se explica utilizando la expresión de daño o lesión en términos filosóficos, pero en medicina se refiere al daño (dolor, incapacidad o, incluso, la muerte) que se puede causar a un paciente al hacer algún tipo de maniobra exploratoria o en una acción o aplicación terapéutica. Junto a las reglas que derivan de este principio, que verán en el párrafo siguiente, hay un criterio importante a tener en cuenta que es el del cuidado debido, que obliga moralmente a proteger a los demás de los riesgos irracionales o por descuido. En el Informe Belmont no aparece este principio al estar incorporado al de beneficencia. De este principio derivan una serie de reglas, de las cuales las más importantes son: no matarás, no causarás dolor o sufrimiento a otros y no privarás a los otros de las cosas buenas de la vida. Estas reglas, al igual que el principio del que derivan, son negativas en su enunciado, prohíben cosas, son imparciales y de su incumplimiento se pueden derivar acciones punibles legalmente, en cuanto que la mayoría están positivizadas jurídicamente en la figura de la negligencia o de la mala praxis. Por último, significar que este principio está implicado en los tres dilemas éticos clásicos de la medicina: distinción entre tratamientos obligatorios y opcionales, distinción entre matar y dejar morir y el problema de las decisiones por representación. La no maleficencia plantea una serie de dudas de las que la principal, aunque parezca extrema, puede ser que, por respetarle, no sea atacada la enfermedad. 30 La instauración de un tratamiento medicamentoso conlleva riesgos por los efectos indeseables o peligrosos que pueden derivarse de la aplicación de los medicamentos. Lo mismo ocurre con el riesgo anestésico o el quirúrgico. ¿Qué hacer? ¿Por miedo a los riesgos no se trata? La respuesta es tan sencilla como que aplicar el principio de no maleficencia, de modo absoluto, acabaría con la medicina. Cuando el español Santo Tomás de Aquino en su Summa Theologiae enunció la doctrina ética del doble efecto, estableció las bases del análisis del riesgo/beneficio. La doctrina del doble efecto se plantea ante la siguiente cuestión: ¿es lícito realizar una acción en la que, además de conseguirse un efecto bueno, se consigue también un efecto malo? Esta incertidumbre paraliza la decisión del sujeto, ya que el efecto bueno impulsa a realizar la acción y el efecto malo a no realizarla atendiendo al principio ético de bonum faciendum et malum vitandum (hacer lo bueno y evitar lo malo) [Miranda 2008]. También establece que hay diferencias entre los comportamientos humanos por acción y por omisión en los deberes del quehacer terapéutico y sirve, además, para dejar claro que nunca se puede hacer daño por negligencia, descuido, ignorancia o perversidad, pudiéndose derivar de lo hecho bajo esos condicionantes acciones punibles jurídicamente contra el que las realizara. Tampoco se puede utilizar el saber médico para torturar, matar o aplicar la pena capital como ya ha dejado meridianamente claro la WMA en diferentes ocasiones [Muñoz 1994]. 2.3. Justicia Este principio determina que todos los hombres tienen igual dignidad y, por tanto, deben ser tratados con el mismo respeto, sin permitir ningún tipo de discriminación por razones de raza, sexo, edad, condición económica, social, etc., exigiendo la distribución equitativa de los recursos sanitarios, por lo que ya no sólo afecta al médico y a los derechos del enfermo, sino que también afecta a los de terceros [González 2007]. Esto último es realmente así pues habitualmente no son ni el médico ni el paciente quienes hacen realidad esa justicia distributiva, sino que son los que Gracia y Júdez [2004], llaman “terceras partes”, es decir, el estado, la dirección hospitalaria, el jefe del servicio, etc. Son estos los responsables de canalizar los recursos disponibles para lograr el máximo beneficio sanitario a la comunidad de individuos de cuya salud son 31 responsables. Significa también dar a cada uno lo suyo desde el reconocimiento de la dignidad humana, teniendo que ver con la necesidad de compartir entre todos, cargas y ventajas. Por tanto está relacionado con la obligación de la igualdad entre todos los seres humanos sin distinción de credo, color, procedencia, etc. Para el médico, desde el punto de vista profesional, sólo tiene que existir el hombre enfermo al que hay que curar y el hombre sano en quien hay que prevenir la enfermedad, sin otras prioridades que la gravedad y las circunstancias que para la atención aconsejen. En el siglo VI, Justiniano, en sus “Instituciones” define la justicia recogiendo la acuñada por Ulpiano, jurista romano del siglo III, afirmando que: “La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho” [Gracia y Júdez 2004]. Los filósofos explican la justicia como el trato equitativo en función de lo que se debe a las personas o es propiedad de ellas y lo hacen desde el manejo de los conceptos de merecimiento, equidad y titularidad, entendiendo que la situación de justicia se presenta siempre que las personas son acreedoras de cargas o beneficios a causa de sus cualidades y circunstancias particulares. Si uno se atiene al concepto de justicia distributiva, se ha de hablar de la distribución igual, equitativa y apropiada, regida por unas normas que estructuren los términos de la cooperación social. Su ámbito incluye las políticas de reparto de beneficios y cargas, como son la propiedad, recursos, impuestos, privilegios y oportunidades. Cuando hablamos del principio de justicia en ética médica se hace referencia, sobre todo, a la justicia distributiva en cuanto es asignadora de recursos y reguladora de estos para la atención médica y la investigación de una forma moral [Beauchamp y Childress 1979]. El principio de justicia plantea una serie de dificultades y controversias. Por un lado está la limitación de los presupuestos, que los recursos son escasos y hay que establecer prioridades que no siempre son fáciles. Por otro, la de los salarios, siempre cortos, particularmente en el sistema público, en el que el médico está mal pagado y en el que se han establecido variables remunerativas no siempre justas. Junto a esto hay que añadir los límites de la medicina, ¿Qué es justo hacer cuando no hay nada que hacer? [Muñoz 1994]. 32 2.4. Autonomía Su aparición es muy antigua. Hay que remontarse al gobierno de las ciudades-estado helénicas, hallando que autonomía se refería a “autos” como propio y “nomos” como regla, autoridad o ley. Se refería al gobierno de las ciudades por sí mismas. Habla de libertad para decidir. Posteriormente fue evolucionando para asumir significados muy amplios, que van desde ese mismo concepto clásico en el gobierno de los territorios a la elección, desde la libertad individual, del propio comportamiento [López 2011]. A finales del siglo XVIII, aunque su obra se publicara en 1803, y a caballo entre la medicina paternalista y la concepción actual del respeto al principio de autonomía, destaca la figura de Thomas Percival [1849]. Su concepto de autonomía lo pone de manifiesto a la hora de defender la obligatoriedad ética de comunicar la verdad de la enfermedad y su pronóstico, salvo en los casos en que éste sea infausto, que deberá informarse a la familia y no al paciente. Este concepto de “paternalismo juvenil” se trasladará al código de la AMA que incluso copiará párrafos enteros del libro de Percival como ya hemos visto [Simón 2000]. A principios del siglo XX empezarán a producirse sentencias en EE.UU. en el sentido del respeto obligado al principio de autonomía, de las que la más significativa por su repercusión será la mencionada del juez Benjamin Cardozo en 1914. A mediados de ese siglo la relación vertical, que significa el paternalismo, cambia definitivamente, siendo sustituida por una más horizontal, en la que se respetan y son tenidos en cuenta los criterios y los principios morales de las personas. Esta nueva relación, basada en el principio de autonomía de las personas, se fundamenta en el reconocimiento de la capacidad individual de éstas para tomar las decisiones que les atañen en todos los órdenes de la vida, incluido el referido a su salud. El principio de respeto a la persona (de origen kantiano) viene a significar una nueva concepción moral que, basada en que la dignidad de la persona, reside en su autonomía moral y por tanto en su libertad. Obliga a que todo ser humano sea considerado como autónomo y libre, imponiendo el respeto a su dignidad y autodeterminación. Por tanto, deben ser respetadas sus decisiones si se trata de una persona capaz, competente y adecuadamente informada. Así mismo, este principio obliga al desarrollo de los 33 mecanismos legales suficientes encaminados a la protección de los individuos en los que estos atributos estuvieran limitados. Al entrar en la definición conceptual del principio de autonomía, y según Muñoz [1994], significa tener la capacidad de ser y actuar como persona, pensar, decidir y actuar con libertad, sin coacción, con independencia, libres de violencia. En medicina se refiere a la capacidad de autogobernarse, establecer un área de intimidad inviolable en la que nadie, ni siquiera el médico, puede entrar sin permiso, capacidad de elegir entre una opción terapéutica o no tratarse. Este principio supone autonomía de pensamiento, de voluntad y de acción, y define el principal atributo del sujeto moral, que es la libertad, pues sin autonomía no hay libertad. Sin ésta no hay mérito moral y no cabe responsabilidad. El establecimiento formal de este principio se debe a la bioética norteamericana y es el Informe Belmont el primero en enunciarlo, al afirmar que el principio de respeto a las personas incluye dos convicciones éticas o prerrequisitos morales: el respeto a la autonomía de las personas y la determinación de proteger a aquellas cuya autonomía está por las razones que fuere disminuida. Defiende que la capacidad de las personas de deliberar sobre los proyectos personales y obrar siguiendo esta deliberación es lo que se llama autonomía. Respetarla es un principio moral que obliga a respetar las consideraciones y opciones de la persona, absteniéndose de poner obstáculos a sus acciones, a no ser que sean claramente perjudiciales para los demás. Mostrar falta de respeto a un individuo, al que se considera capacitado para ejercer su autonomía, es negar sus criterios y la libertad de obrar conforme a ellos. También se viola este principio privando al individuo de la información necesaria para formar ese criterio. La capacidad de decidir autónomamente se adquiriere con el discurrir de la vida y madura con el tiempo. Algunas personas, por senectud, enfermedad, disminución mental o cualquier otra circunstancia ven disminuida su capacidad de autodeterminación parcial o totalmente y requirieren distintos grados de protección. Tradicionalmente, para que el principio de autonomía se exprese en todo su valor, se ha considerado que una acción autónoma debe cumplir tres condiciones: intencionalidad, conocimiento y ausencia de control externo. Gracia [2004] añade una cuarta condición: la autenticidad. Si un acto es intencionado, se ha realizado con completa comprensión y sin control o influencia indebida 34 externa, pero no es coherente con el sistema de valores y la actitud ante la vida, propios del que lo realiza, no es un acto auténtico y, por tanto, no es verdaderamente autónomo. La optimización del principio de autonomía está en el cumplimiento del deber de ayudar a las personas a realizar sus planes de vida, potenciando al máximo todas sus capacidades para tomar decisiones autónomas. La expresión paradigmática en medicina de estas expresiones, que definen el principio de autonomía, es el consentimiento libre e informado de los pacientes antes de proceder a una intervención diagnóstica, terapéutica o de investigación [Simón 2000]. 35 3. Consecuencias del principio de autonomía Todo el mundo señala que la principal consecuencia del principio de autonomía es el consentimiento libre e informado. Sin embargo, López [2011] señala que la principal consecuencia derivada del respeto a este principio es la crisis y caída del paradigma ético clásico basado en el paternalismo y el nacimiento de un nuevo paradigma ético de la profesión médica. En el capítulo 18 de su obra analiza la crisis y caída del paradigma ético clásico de las profesiones y en particular de la profesión médica, razones y consecuencias de ello. Como primera y fundamental consecuencia es la imposición, lenta, paulatina, inexorable y, a veces, dificultosa y traumática, de un nuevo paradigma ético que dé sentido moral a los actos profesionales del arte de sanar en una sociedad moderna consciente de sus derechos individuales y colectivos. Dibuja los rasgos fundamentales del nuevo paradigma ético, que viene a fundamentar en una serie de características de las que destacamos la responsabilidad jurídica, la excelencia moral y profesional y el respeto al principio de autonomía de las personas. A continuación vienen las otras dos consecuencias: el CI y el establecimiento por parte del individuo de lo que es una necesidad de salud. El reconocimiento del principio de autonomía del paciente ha supuesto que la medicina deja de establecer lo que es una necesidad sanitaria. Por primera vez en la historia son los usuarios los que deciden lo que es una necesidad de salud y acuden al correspondiente sistema sanitario a que se la solucione, algo que no siempre ocurre, lo que genera la lógica frustración en el usuario y el consiguiente descontento en el médico. Se asiste a un cambio histórico en la toma de decisiones, no sólo en la decisión de hacer ésta o aquella prueba diagnóstica o acometer un determinado planteamiento terapéutico. Lo importante es que ha cambiado la toma de decisiones en cuanto a la fijación de criterios de lo que es salud, enfermedad y una necesidad sanitaria. Por tanto, al final, lo que también establece el principio de autonomía es la aceptación de que el paciente es autónomo para decidir lo que es o no una necesidad sanitaria. Lo que establece no es un deber, sino que expresa un derecho. Autonomía no significa que cada paciente elija lo que quiera, sino que también el paciente está obligado a respetar a los demás y al médico, en cuanto profesional cualificado 36 que sabe, o debe saber, cual es la mejor solución en cada caso clínico que se le presenta. Esta evolución ha dado paso a la progresiva judicialización de la medicina y por ende a la medicina defensiva. Los pacientes no conocen los límites de la medicina y han llegado a creer que lo puede todo y que la no resolución positiva de su enfermedad se debe a la impericia o mala praxis del médico y acuden en busca de la correspondiente indemnización. Esto ha hecho que el médico vea al paciente como un potencial agresor, lo que quiebra la normal relación y le hace recurrir, para evitar un posible conflicto legal, a criterios científicos y exploraciones, exagerados en algunos casos, que justifiquen su actuación ante el juez. Se ha quebrado el libre ejercicio de la profesión, la relación médico paciente y se ha disparado el gasto sanitario [Palomares y López 2002]. 3.1. El principio de autonomía en España Simón [2000] indica que a partir de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo a partir de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 cobra vigor en las sociedades occidentales el lenguaje de la defensa de los derechos civiles. Será en la década de 1960 cuando el principio de autonomía comience a infiltrase en la sociedad civil y en la vida privada de las personas. Al calar en los estratos más profundos de la sociedad se extenderá a colectivos más concretos como es el caso de los pacientes. Será una vez más EE.UU. el primer país en recoger estas demandas, mientras que en el continente europeo habrá una actitud de pasividad que casi ha durado hasta el presente. Como consecuencia de la “Nueva Frontera”, enunciada por J. F. Kennedy, se crean los programas Medicare y Medicaid, que permitieron el acceso al sistema sanitario de un gran número de personas que antes quedaban marginadas [Kennedy 1962]. El numeroso colectivo de consumidores de servicios sanitarios se organizará y comenzará a tener un peso decisivo en el proceso de definición del tipo de producto que se les ofrecía. Así, cuando una organización privada de hospitales americanos, la Comisión Conjunta de Acreditación Hospitalaria (JCAH), inició la revisión de su reglamento negociará en 1970 con la National Welfare Rights Organization (NWRO), importante organización de consumidores, el reconocimiento de los derechos de los 37 pacientes. Tres años más tarde, e influida decisivamente por este reglamento, la Asociación Americana de Hospitales (AHA), aprobará la primera Carta de Derechos del Paciente. En 1974, el Departamento Federal de Salud, Educación y Bienestar (DHEW) recomendará a todos los centros sanitarios del país que acepten y respeten dicha carta. En los años siguientes EE.UU. legislará en este sentido. Adquirió carta de naturaleza el derecho a la autonomía del paciente, en ese país. En las naciones del continente europeo las cosas han ido más lentas y puede afirmarse que la preocupación se ha circunscrito a las instituciones europeas, con difícil contagio a los países integrantes de esas instituciones. No será hasta 1976 cuando se inicie un proceso que, arrancando con la recomendación 779 sobre los derechos de los enfermos y moribundos culminará con la firma en Oviedo, el 4 de Abril de 1997 por los estados miembros de la Unión Europea, del “Instrumento de ratificación del Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina” [BOE 1999]. Previamente, en 1979, el Comité Hospitalario de la Comunidad Económica Europea aprobó la carta del enfermo usuario del hospital, en la que insistía en el derecho de los pacientes a la información y el consentimiento. El Parlamento Europeo aprobó en 1984 una resolución instando a los países miembros a la redacción y aprobación de una Carta Europea de Derechos de los Pacientes. Por su parte, la Oficina Europea de la OMS en 1986 publicó un informe en el que, entre otras cuestiones, puso de manifiesto la pobre situación de los derechos de los pacientes en los diversos países europeos. Este informe fue completado con uno posterior y más detallado, en 1993, en el que constataba la desprotección, en algunos casos, y la deficiente regulación, en otros, de estos derechos, si bien hizo hincapié en que se estaban poniendo en marcha iniciativas legislativas de tipo civil o de tipo administrativo encaminadas a paliar esas deficiencias. En España comenzó a atisbarse en la década de 1970 una cierta inquietud en las clases médicas y en los órganos rectores de la sanidad. La primera vez que aparece en una norma legal española es en el Reglamento General para el Régimen, Gobierno y Servicio de las Instituciones Sanitarias de la Seguridad Social, aprobado por Orden de 7 de julio de 1972. En esta norma se recoge que los enfermos tenían derecho a autorizar, bien directamente o a través de sus 38 familiares más allegados, las intervenciones quirúrgicas o actuaciones terapéuticas que implicaran riesgo notorio previsible, así como a ser advertidos de su estado de gravedad. Con el cambio de régimen político las cosas se desarrollarán más deprisa. La Constitución Española de 1978 recoge el derecho a la autodeterminación, que tiene su fundamento en la libertad y la dignidad de la persona humana. Las leyes aprobadas por el parlamento desarrollarán este principio de respeto. En 1984 se promulga la Carta de Derechos y Deberes de los Pacientes como instrumento básico del Plan de Humanización de los Hospitales del Instituto Nacional de la Salud. La LGS de 14 de Abril de 1986 en sus artículos 9, 10 y 11 describe los derechos y deberes del paciente según el mandato del Artículo 43 de la Constitución. La ley 41/2002 de autonomía del paciente derogó la mayor parte de este articulado y lo redactó de acuerdo a lo estipulado en el Convenio de Oviedo. 3.2. Marco normativo del CI en España: Simón [2006] define el CI como el modelo de relación clínica fruto del resultado de la introducción de la idea de autonomía psicológica y moral de las personas en el modelo clásico de relación médico–paciente, basada hasta entonces exclusivamente en la idea de beneficencia paternalista El consentimiento libre e informado, consecuencia del respeto al principio de autonomía, es el final de un proceso de información y comunicación entre el médico y el paciente. Lo definen sus dos componentes básicos: 1- La información. 2- El consentimiento. Pretende garantizar que el paciente: 1- Conoce la información. 2- Está de acuerdo. 39 El CI es el exponente fundamental del principio de autonomía. Se basa en el fundamento ético del principio de autonomía. Su objetivo principal es asegurar que se preservan la dignidad e independencia del paciente en el momento de la toma de decisiones y elección de opciones médicas. El ejercicio de la autonomía de los pacientes, exige que se cumplan al menos tres condiciones: 1. Actuar voluntariamente, es decir libre de coacciones externas 2. Tener información suficiente sobre la decisión que va a tomar, es decir, sobre el objetivo de la decisión, sus riesgos, beneficios y alternativas posibles. 3. Tener capacidad, esto es, poseer una serie de aptitudes psicológicas –cognitivas, volitivas y afectivas– que le permiten conocer, valorar y gestionar adecuadamente la información anterior, tomar una decisión y expresarla. Una de las cuestiones más debatidas en torno al CI son las relacionadas con sus implicaciones legales, como el derecho a la información. En España el marco normativo general más importante en torno a la información clínica son: La Constitución Española (1978), la LGS (1986), el Convenio de Oviedo (1996), la Ley de Protección de Datos (1999) y la Ley de Autonomía del Paciente (2002) exigen no solamente que se respete la autonomía del paciente, sino que ésta se formalice en determinados supuestos, cumpliendo ciertos requisitos. Brío y Riera [2006] publican un artículo donde revisan la legislación actual española: “Legislación que obliga a los profesionales a utilizar el documento del CI: ­ Constitución Española (1978)7, Art. 15. ­ Ley General de Sanidad (1986), capítulo I, Art. 4. ­ Convenio de Oviedo (1997), capítulo II, Art. 5; capítulo III, Art. 10.2. ­ Ley Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente (2002), capítulo I, Art. 2.2; capítulo I, Art. 2.6; capítulo IV, Art. 8.2; capítulo IV, Art. 8.3; capítulo IV, Art. 10. ­ Ley Catalana sobre els drets d'informació concernent la salut i l'autonomia del pacient, i la documentació clínica (2000), capítulo IV, Art. 3; capítulo IV, Art. 6. 40 ­ Ley sobre Derechos y Deberes de las Personas en Relación con la Salud de Ordenación del Sistema Sanitario de Castilla y León (2003), Art. 33.1. ­ Código de Ética y Deontología Médica de 1999, capítulo III, Art. 10.1; capítulo III, Art. 10.4. ­ Ley de Protección de Datos de Carácter Personal (1999), Título I, Art. 1; Título II, Art. 4.2; Art. 4.5; Art. 7.3. Legislación que obliga a contemplar la información clínica: ­ Convenio de Oviedo (1997), capítulo II, Art. 5. ­ Ley Básica Reguladora de Autonomía del Paciente (2002), capítulo II, Art. 4.2; capítulo IV, Art. 10.1. ­ Ley Catalana sobre els drets d'informació concernent la salut i l'autonomia del pacient, i la documentació clínica (2000), sobre los derechos de información concerniente a la salud y autonomía del paciente, y a la documentación clínica. Capítulo 3.2.3. ­ Ley sobre Derechos y Deberes de las Personas en Relación con la Salud de Ordenación del Sistema Sanitario de Castilla y León (2003), Art. 17. 2; Art. 34. ­ Código de Ética y Deontología Médica de 1999, capítulo III, Art. 10.1. Legislación que obliga a contemplar los contenidos de declaraciones y firmas ­ Convenio de Oviedo (1997), capítulo II, Art. 5; capítulo III, Art. 10.2. ­ Ley Básica Reguladora de Autonomía del Paciente (2002), capítulo I, Art. 2.4; capítulo II, Art. 4.2; capítulo IV, Art. 8.5; capítulo IV Art. 9.1. ­ Ley Catalana sobre els drets d'informació concernent la salut i l'autonomia del pacient, i la documentació clínica (2000), capítulo 3.2.5; capítulo 3.2.6. ­ Ley sobre Derechos y Deberes de las Personas en Relación con la Salud de Ordenación del Sistema Sanitario de Castilla y León (2003), Art. 28, Art. 33.2, Art. 33.4, Art. 33.5, Art. 34. ­ Código de Ética y Deontología (1999), capítulo III, Art. 9.2. Legislación que obliga a contemplar las garantías de confidencialidad: ­ Ley General de Sanidad (1986), capítulo 1, Art. 10.4. ­ Convenio de Oviedo (1997), capítulo III, Art. 10.1. 41 ­ Ley de Protección de Datos de Carácter Personal (1999), Título I, Art. 1; Título II, Art. 4.2; Art. 4.5; Art. 7.3. ­ Ley Básica Reguladora de Autonomía del Paciente (2002), capítulo II, Art. 8.4; capítulo III, Art. 7.1. ­ Ley Catalana sobre els drets d'informació concernent la salut i l'autonomia del pacient, i la documentació clínica (2000), capítulo III, Art. 5.1. ­ Ley sobre Derechos y Deberes de las Personas en relación con la Salud de Ordenación del Sistema Sanitario de Castilla y León (2003), Art. 35.1, Art. 35.2, Art. 35.3. ­ Código de Ética y Deontología Médica (1999), capítulo IV, Art. 14”. El Convenio de Oviedo fue aprobado y firmado por el Comité de Ministros de la Unión Europea el 19 de noviembre de 1996, posteriormente fue ratificado en España y sancionado por el Jefe del Estado el 23 de julio de 1999, entrando en vigor el 1 de enero de 2000. Al ser una norma que excede la soberanía nacional es la de mayor rango de cuantas nos atañen en este campo. En lo que se refiere al CI, al que dedica íntegramente el Cap. II, en el art. 5 establece la regla general por la que habrá de regirse al ordenar que: ”Una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e inequívoco consentimiento. Dicha persona deberá recibir previamente una información adecuada acerca de la finalidad y la naturaleza de la intervención, así como sobre sus riesgos y consecuencias. En cualquier momento la persona afectada podrá retirar libremente su consentimiento”. En los siguientes artículos de este capítulo, hasta el 9 incluido, se desarrollan los mecanismos encaminados a asegurar la protección de las personas con incapacidad de hecho y de derecho, la excepción de la obligación del consentimiento en situación de urgencia y la protección de voluntades, expresadas con anterioridad, previsoras de incapacidad. En los art. 16 y 17 42 determina las situaciones de consentimiento y protección del incapaz en la experimentación. Lo mismo hace en los art. 19 y 20, referido a la donación de órganos y tejidos de sujetos vivos y, en el art. 22, se refiere a la información y consentimiento necesarios para el aprovechamiento y utilización de una parte del cuerpo con un fin distinto de aquel para el que fue extraída. El Convenio de Oviedo hay que interpretarlo en el marco de una norma supranacional y que como tal debe ser aceptada. Serán los países miembros, y los que a él se adhieran, los que deban concretar en su legislación particular lo que aquí son directrices legislativas generales encaminadas a garantizar que: “el interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad y de la ciencia” (art. 2). La otra fuente de la legislación, la Constitución Española, regula en su art. 15 el derecho a la vida y a la integridad física y moral. En el art. 16 consagra la libertad ideológica, religiosa y de la ética, por lo que un paciente puede realizar, en el centro donde está ingresado, los actos de culto correspondientes a la religión que profese. Igualmente protege las decisiones del paciente contrarias a la aceptación de un tratamiento que vaya en contra de sus creencias religiosas. El art. 17.1 determina el derecho a la libertad del paciente. (Las excepciones previstas en este artículo vienen reguladas en el caso de la sanidad por la Ley Orgánica de Medidas Especiales en materia de Salud Pública de 14 de Abril de 1986, que posibilita la retención de un paciente, aún en contra de su voluntad, en caso de necesidad para la protección de la salud pública y por la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil que en su art. 763 regula el internamiento de un enfermo mental en contra de su voluntad). El art. 18.1 regula el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen. El art. 43, la protección de la salud, encomendando a los poderes públicos la organización y tutela de la salud pública, tanto en la prevención como en el tratamiento, así como el establecimiento de los derechos y deberes de todos a lo largo de sus tres apartados. Por último, el art. 51.1 garantiza la protección por parte de los poderes públicos de los derechos de consumidores y usuarios en materia, entre otras cosas, de la salud. 43 3.3. La Ley de Autonomía del Paciente Como el Convenio de Oviedo nos concordaba, en algunos aspectos, con la LGS, nace la Ley 41/2002, de 14 de Noviembre, Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica [Ley 41/2002]. En ella se define legalmente el CI como: “la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”. En el cap. II establece el derecho a la información sanitaria, regulando este derecho los arts. 4 y 6 y su titularidad el 5. Dedica el cap. IV al respeto a la autonomía del paciente y, concretamente, cuatro de sus seis artículos (8 al 11, ambos incluidos) al CI. Hay que comentar que el art. 8 establece que: “El CI habrá de ser verbal, salvo en los casos de intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores y todos los que supongan riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente, en los que habrá de ser escrito, sin que dicho acto sea irreversible”. El art. 9 establece los límites del CI regulando el derecho a no saber, los casos en que el médico no está obligado a recabar dicho consentimiento y cuando éste debe ser otorgado por familiares o allegados y por representante legal del paciente. El art. 10 regula las condiciones básicas de la información a proporcionar por parte del facultativo que obligatoriamente habrán de contener las consecuencias relevantes, los riesgos relacionados con las circunstancias personales y con el tipo de intervención y las contraindicaciones de esta. El art. 11 regula las instrucciones previas para caso de incapacidad sobrevenida o fallecimiento. Es en general una ley de una magnífica ambigüedad y falta de 44 concreción, de ahí que haya que recurrir, para concretar límites de responsabilidad, a la jurisprudencia, que ya tiene un volumen considerable. Otra cuestión legal en torno al CI se trata de la información como presupuesto del CI. La información en sí misma constituye un proceso de relación, y es en su mayor contenido verbal, hablado, con interacción e intercambio de información entre paciente y sanitario. Tal vez en este sentido habría que interpretar el término “información completa y continuada” de la LGS española. Se estaría contemplando un aspecto bastante subjetivo que sería la “cantidad o calidad de información” que cada paciente necesita para poder tomar una decisión. El Convenio de Oviedo indica información “adecuada”. Existe debate sobre la conveniencia y/o ni siquiera posibilidad de emitir normas jurídicas que unifiquen los elementos, cantidades y formas de la información. Ya que sería imposible aplicar en la práctica la “información completa y continuada o adecuada” por escrito, es preciso reconocer la dificultad de normativizar de modo legal un proceso basado en la protección del derecho a ser diferente. En este entorno, el principal error cometido ha sido identificar el CI con el “documento” donde se refleja el consentimiento, un error que impide considerar al primero como un proceso asistencial en donde la firma para la autorización es el último eslabón de una cadena formada, casi en su totalidad,